domingo, 7 de junio de 2015

Post-psiquiatría. La timidez o de cómo el comportamiento normal llega a ser una enfermedad (Christopher Lane).

Antes de entrar en el tema de nuestra entrada de hoy, queremos recomendar encarecidamente una propuesta que acaba de iniciarse en las redes sociales twitter (@PrescripcP) y facebook y en el blog Principios para una prescripción prudente, y que aboga por la importancia de una prescripción de esas características (y no tan frecuente como querríamos). Se han publicado ya en dicho blog varios editoriales defendiendo la pertinencia de ese concepto y de la práctica que debería llevar aparejada. En los próximos días y semanas desarrollarán en varios puntos el tema. Creemos que es un proyecto del mayor interés y nos consta que los profesionales que están detrás de él son de la mayor solvencia. Todo nuestro apoyo para ellos.
Y entrando ya en materia, escribiremos hoy acerca del libro titulado “La timidez”, de Christopher Lane. El subtítulo de la edición en ingles es genial: Cómo el comportamiento normal llega a ser una enfermedad. La edición en español está disponible en Zimerman ediciones y merece mucho la pena leerlo (les aseguramos que es más formativo que el último Congreso Nacional de Psiquiatría y que los tres próximos). El autor es catedrático de la Northwestern University de Chicago y para escribir el libro tuvo acceso a documentos secretos de la Asociación Psiquiátrica Norteamericana en relación al proceso de planificación y redacción del DSM-III. Los capítulos que relatan dichas reuniones son fascinantes, aunque tememos que encajan más en el guión de una comedia de situación tipo Friends o The Big Bang Theory que en el relato de una serie de conferencias científicas entre grandes expertos en sus campos. Si no nos creen (cosa que, evidentemente, no tienen por qué hacer, no dejen de leerlo en el libro).
Escuchar el relato de cómo se gestó el DSM-III (germen de los posteriores, hasta llegar al DSM-V que está a punto de nacer, al parecer con más malformaciones incluso que sus antecesores) sería cómico si no fuera terrible. Terrible porque, hoy en día, dicho sistema clasificatorio es la Biblia para incontables profesionales de la Salud Mental a lo largo y ancho del mundo. Creo recordar (aunque la memoria ya saben lo traidora que es) que en uno de los primeros días de mi formación psiquiátrica, uno de mis maestros me dijo algo así como: “Te diré que el DSM y la CIE no son libros de psicopatología y no se debe estudiar por ellos, pero lo harás de todos modos”. La verdad es que no lo hice y, entre esas cosas y algunas otras, acabamos escribiendo lo que acabamos escribiendo.
El libro de Lane sigue describiendo la magistral campaña publicitaria que organizó SmithKine (hoy GlaxoSmithKline) con la agencia publicitaria Cohn and Wolfe. Se patrocinó primero la enfermedad, la llamada fobia social, recién introducida en el DSM. Y, a continuación, el remedio para ella: el Paxil (Seroxat, en España, la paroxetina). El éxito fue indudable. Millones de personas en todo el mundo descubrieron que su timidez o introversión era en realidad una enfermedad (de base biológica todavía por descubrir, pero seguro que pronto, pronto…). Y fueron medicados para ello con una sustancia eficaz y segura.
Eficacia que no apareció por ningún lado en un reciente metaanálisis dedicado específicamente a este antidepresivo. Es decir, el placebo era igual de eficaz.
Seguridad que dejaba de lado efectos secundarios muy frecuentes e incómodos como la disfunción sexual y otros muy poco frecuentes pero graves como el síndrome serotoninérgico. Por no hablar del síndrome de retirada que aparece cuando se intenta reducir o dejar de tomar el fármaco o riesgos de los que cada vez se habla más como la disforia tardía inducida por ISRS.
No queremos extendernos, porque merece más la pena leer el libro completo. De verdad. A continuación, resumiremos algunos párrafos del primer capítulo, introductorio al tema de la ansiedad, y terminaremos con el texto completo del discurso de agradecimiento que pronunció Christopher Lane al recibir el Premio Prescrire 2010. Sus palabras son mucho mejores que las nuestras.

La palabra timidez arrastra una larga historia; en otros tiempos tenía acepciones que hoy en día podrían pasarnos desapercibidas. Cuando en la Edad Media la gente usaba el adjetivo tímido, lo hacía para referirse a caballos y otros animales asustadizos. No fue hasta el siglo XVII cuando la palabra pasó a referirse a seres humanos que se consideraban reticentes, suspicaces e incluso poco de fiar.
En su Anatomía de la melancolía, también del siglo XVII, Richard Burton describió los resultados de una posible combinación de la timidez y de la ansiedad. Burton describe el caso de un hombre estudiado por Hipócrates, una persona que “a causa de su timidez, recelo y apocamiento, nunca será visto lejos de su casa (…). No se atreve a estar acompañado por miedo a ser manipulado o ridiculizado ante los demás. Sospecha que todo el mundo lo observa, le señalan con el dedo, lo ridiculizan con malicia”.
A los académicos contemporáneos les gusta mencionar este pasaje puesto que lo consideran un ejemplo perfecto y precoz de la fobia social. ¿Pero realmente está justificada la comparación o se trata más bien de una especulación propia de nuestro tiempo? Para empezar, conviene recordar la cuestión del anacronismo. Los griegos jamás dieron nombre alguno a la fobia social y considerando sus habilidades lingüísticas y filosóficas, no cabe duda que habrían acuñado el término (como, por ejemplo, hicieron con la xenofobia, miedo a los que vienen de fuera) de haber considerado la fobia social como un problema o, más aún, una enfermedad.
Existe otro problema con la noción que tienen los psiquiatras acerca de la historia de nuestras patologías: la neutra descripción de Hipócrates no atribuye el comportamiento humano a una sola causa, menos aún a una única razón psicológica profundamente arraigada. Más bien al contrario, su referencia al temor de ser manipulado sugiere que el retraimiento bien puede tener su origen en un comprensible miedo a la vejación, proveniente quizás del prejuicio, el ostracismo o la incomprensión del prójimo.
El punto de vista de Hipócrates cambia radicalmente al referirse al miedo a ser ridiculizado. Antes de apresurarnos a hablar de esto como una enfermedad,  debemos aclarar si la reacción de la persona en cuestión se debe a las circunstancias o a un temperamento más o menos habitual. Y en realidad no podemos hacerlo, porque el propio Hipócrates presenta un boceto sin terminar, no un completo estudio de casos. A pesar de considerarlo como algo llamativo, a él le parece más una debilidad que una enfermedad.
Cómo han cambiado las cosas. Hoy en día lo más probable es que los expertos hablen de desequilibrios químicos que requieren atención médica. Cualquier explicación que se refiere a nuestros males como a algo existencial o circunstancial palidece ante la siguiente explicación granítica: nuestros niveles de serotonina son bajos y precisamos medicación para ponernos bien. Después de todo, si la gente está bien damos por hecho que son sociables.
Sin embargo, no existen lazos firmes entre la salud y la sociabilidad, ni tampoco correlación científica entre los niveles bajos de serotonina y la depresión, la ansiedad o el control de la ira. Aunque determinadas industrias farmacéuticas han encontrado muy útil afirmar lo contrario, la simplificación de que un bajo nivel de serotonina causa ansiedad o depresión es poco más que una “vacía bio-charlatanería”. De acuerdo con David Healy, autor de 12 libros y más de 120 artículos sobre la materia, las razones por las que nos angustiamos o deprimimos son mucho más complejas. Sin embargo, es mucho más habitual que escuchemos el argumento de la serotonina a causa del constante bombardeo de los anuncios de productos farmacéuticos y también porque reducir la formidable complejidad del cerebro a una metáfora sencilla puede resultar una explicación a prueba de tontos para casi todos.
Darwin en su libro Expression of the Emotions in Man and Animals (1872) (La expresión de las emociones en humanos y animales) describía estos fenómenos de la timidez y la ansiedad sin el más mínimo asomo de patología. “Casi todo el mundo está extremadamente nervioso al dirigirse por primera vez a un auditorio y la mayoría de los hombres continúan estándolo a lo largo de su vida; pero la explicación de esto es la consciencia del gran esfuerzo que se va a realizar y los efectos que esto tiene sobre el sistema nervioso, y no la timidez”
Una razón histórica por la que los psiquiatras citan anécdotas históricas es para dar un mayor peso a sus argumentaciones. Esta estrategia les permite construir un consenso académico en torno a la necesidad de un tratamiento urgente para un “trastorno” olvidado.
A los historiadores este enfoque les resulta, como mínimo, terriblemente burdo. Dar explicaciones facilonas de hechos pasados nos conduce a incongruencias y anacronismos, al convertir diferencias de fondo entre distintas épocas y culturas en una narrativa sencilla que sigue teniendo sentido hoy en día. en palabras de Helen Saul en Phobias, “Hipócrates conoció a gente con muchas y variadas fobias a lo largo de los años, como la agorafobia, la fobia social o la fobia a los animales, así como otros temores que aún siguen siendo comunes en nuestra época”.
De acuerdo con Saul, la fobia social ha permanecido más o menos invisible desde los tiempos de la Grecia antigua. Pero ¿por qué detenerse aquí? En 2001, un equipo de psiquiatras de California afirmó que puesto que Sansón, el personaje bíblico, reunía al menos seis de los siete criterios del DSM-IV, era un candidato perfecto a padecer “trastorno de personalidad antisocial (TPA)”. Por desgracia, no se trataba de una broma. “El hecho de padecer TPA puede contribuir a una mejor comprensión de la historia sagrada”, opinaban, “y en general puede ser de ayuda en los casos en los que un líder padezca de dicho trastorno. Además, confiamos en que ello aumente el interés sobre la historia del TPA”. De acuerdo, seguro que Sansón no era el mejor ejemplo de una personalidad previsora o que “se ajuste a normas sociales”. Su “irritabilidad y agresividad” sin duda derivaron en un “temerario desprecio por su integridad y por  la del prójimo”, todos ellos criterios que figuran en el DSM. Pero resulta que los filiseos la habían sacado los ojos y Dalila lo había traicionado en repetidas ocasiones -factores que los científicos ignoraron o pasaron por alto-.
Cabría pensar que la traición a un ser amado, seguida de una involuntaria extirpación ocular podría ser motivo suficiente para dar rienda suelta a una cierta cantidad de furia.
En 1994, en plena locura colectiva y mediática por el Prozac, la revista Newsweek preguntaba a sus lectores si eran “¿Tímidos? ¿Olvidadizos? ¿Angustiados? ¿Miedosos? ¿Obsesivos?” para a continuación ofrecer un sencillo remedio (“Cómo la ciencia puede cambiar tu personalidad con una pastilla”). Por supuesto, la idea era que la timidez, la distracción y toda una gran cantidad de rasgos cotidianos son patologías que deben ser tratadas con medicamentos. “Por primera vez en la historia”, anunciaba el neuropsiquiatra Richard Restak, “estaremos en disposición de diseñar cerebros libres del miedo a comer solos en restaurantes o a usar servicios públicos" (las principales  características de la fobia social).
Quizás Newsweek no sea tan riguroso como Psicofarmacología Clínica, pero su reportaje es un ejemplo más de una tendencia que ofrece explicaciones y remedios para nuestros problemas emocionales y sociales increíblemente simples. Nuestra civilización se ha tragado dicha tendencia con muy pocas preguntas o inquietudes acerca de los efectos secundarios, porque es más fácil creer en remedios rápidos y asépticos para problemas que en realidad son complejos y enigmáticos.
Los que afirman que la fobia social es un fenómeno global a veces aluden a un brevísimo ensayo de cuatro páginas publicado por Kutaiba Chaleby en 1987. “La Fobia Social en los Saudíes” se basaba en 35 pacientes externos bajo su observación en el Hospital de Especialidades Rey Faisal de Raid. A pesar de que aparentemente “reunían los criterios del DSM-III para la fobia social” Chabely tuvo que admitir, hacia la mitad de su trabajo, que “tan sólo 22 realmente presentaban fobia social”.
A la mayoría le parecería cuanto menos delicado generalizar para todo un país a partir de 22 pacientes. Y sin embargo Chabely no tiene reparo en escribir: “La alta incidencia de fobia social en Arabia Saudi es la primera observación digna de resaltar. ¿Existirá una predisposición genética?”
Chaleby se apresura a declarar que la fobia social es más habitual en Arabia Saudí que en Inglaterra. “La literatura occidental indica que los trastornos fóbicos afectan a un porcentaje inferior al 1% de la población. (…) Sin embargo en Arabia Saudí es mucho más frecuente. Nuestras estadísticas apuntan al 12-13% de entre los trastornos de neurosis”. Pero en el siguiente párrafo reconoce que “cuatro de sus registros se perdieron”.
Al igual que Chaleby, la psiquiatría ha convertido estas zonas borrosas en categorías diagnósticas supuestamente bien delimitadas que abarcan amplias franjas de nuestro comportamiento. En consecuencia, cada vez resulta más difícil para los psiquiatras distinguir entre timidez y fobia social. Muchos se limitan a considerar la primera como un paso previo a la segunda.
Una comparación más interesante puede hallarse entre las definiciones occidentales de fobia social y las consideraciones coreano-japonesas sobre el taijin kyofusho, más o menos traducido por antropofobia, y que a menudo equivale al retiro absoluto de la sociedad por parte del individuo. La psicología que subyace bajo esta conducta es muy diferente de la que supuestamente causa la fobia social. Según los especialistas, quienes padecen fobia social rehuyen de actividades que pudieran acarrearles la crítica del prójimo o causarles bochorno, mientras padecen taijin kyofusho se apartan de la sociedad por miedo a avergonzar a otras personas. Los psiquiatras occidentales clasifican la fobia social como trastorno de ansiedad; en Japón y Corea del Sur, taijin kyofusho se parece más a la deshonra “perfectamente en concordancia con la sensibilidad de la cultura japonesa”, en palabras de Arthur Kleinman, “si bien muy ajena al sentir norteamericano”.
Greist, Jefferson y Katzelnick en Social Anxiety Disorder, son los autores de una guía para la fobia social publicada en 1997 donde apuntan a la “predisposición genética” como causa probable de la ansiedad. “De igual modo que rasgos como color de pelo o de los ojos, la forma del rostro o el tamaño del cuerpo se reconocen como hereditarios”, afirman en dudosa comparación, “la sensibilidad a la crítica o al examen del prójimo pueden pasar de generación en generación. (…) El hijo de padres tímidos puede heredar el código genético que trasforme la  timidez en trastorno de ansiedad social”.
Elliot Valenstein califica esos argumentos de métodos reduccionistas, incluso insidiosos, de “culpar al cerebro”. El que se den dentro de las familias “por sí sólo no es una prueba de causa genética”, dice con toda la intención, “igual que la pobreza también se repite en las familias”.
Los autores de El trastorno de ansiedad social (Social Anxiety Disorder) podrían argüir que el hecho que el cerebro sea responsable de diversas “disfunciones” puede ser un alivio para los pacientes, porque esto dejaría de lado toda connotación de juicio o de culpa. Acotar las múltiples causas posibles de la ansiedad a una o dos – un “código genético” o bien “anormalidades en el funcionamiento de algunas partes del aparato de ansiedad” – aseguran un tratamiento más rápido y eficaz. Pero ¿en verdad saben los psiquiatras que “el código genético (puede) acabar convirtiendo la timidez en trastorno de ansiedad social”, o simplemente están diciendo que les gustaría que fuera así? ¿Y es acaso esa posibilidad más científica o creíble que argumentar que la ansiedad transciende a factores hereditarios y que tiene que ver con aspectos de la psicología que aún nos resultan desconocidos?


Como dijimos en la introducción, hasta aquí hemos querido recoger un resumen del capítulo inicial del libro de Christopher Lane, sobre todo para intentar despertar el interés por la lectura de toda la obra. Nos parece de verdad impresionante cómo se creó, en una serie de reuniones, la categoría de enfermedad para determinadas conductas, sensaciones y pensamientos, hasta entonces dentro del rango de la normalidad, y cómo, hoy en día, se considera dicha creación como una entidad natural con existencia propia. A continuación, pasamos a transcribir el discurso de Lane en la recepción del Premio Prescrire 2010:

Damas y Caballeros:
Por desgracia, mis compañeros docentes en Chicago me impiden asistir a la ceremonia y debate, así que me veo obligado a agradecer por carta a Prescrire por el gran placer y honor de haber sido seleccionado como uno de los ganadores del Premio Prescrire de 2010.
Como londinense y como europeo que tiene vínculos estrechos con París y con Francia, la concesión de este premio significa mucho para mí. Deseo que el Premio Prescrire de 2010 sirva para llamar la atención sobre las maneras arrogantes, fortuitas y a veces ridículas con las que se aprobaron formalmente 112 trastronos mentales nuevos en 1980. Ese año apareció en los EEUU y en el resto del mundo la tercera edición del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales;  cientos de páginas más largo que su anterior versión, dicho volumen iba a revolucionar el paisaje de las decisiones sobre salud mental en nuestras escuelas, tribunales, prisiones y sistemas sanitarios.
Uno de los más prominentes de los nuevos trastornos era la fobia social. Se decía que ésta existía en los individuos que evitan los baños públicos, que no les gusta hablar delante de los demás o que les preocupa ensuciarse las corbatas con comida en las restaurantes, esto último, claro está, si es que da la casualidad de que van con corbata a los restaurantes. Por desgracia, no se trata de un chiste. Cuando más de la mitad de cualquier población – incluida Francia y EEUU – se define como tímida, un diagnóstico psiquiátrico que incluya el miedo a hablar en público está alarmantemente cerca de considerar la introversión como un trastorno mental. Lo bastante cerca, al menos, como para que el DSM incluya una advertencia acerca de los riesgos de dicha confusión. Lo bastante cerca, además, como para que las compañías farmaceúticas perciban un mercado global de dos mil millones de dólares aguardándolas. ¿Las consecuencias? Millones de niños y estudiantes toman hoy en día, entre otros antidepresivos y antipsicóticos, Paxil (Seroxat o Motivan). Verán, hay que ser muy fluido en el lenguaje farmacéutico, además de implacable al revelar los secretos corporativos, para analizar los verdaderos efectos mundiales de un fármaco sobre la salud pública.
La APA (Asociación Psiquiátrica Norteamericana) probablemente no era muy consciente de cuánto había en realidad en sus registros cuando nos concedió a mi editorial y a mí permiso ilimitado para citar lo que había descubierto en sus archivos. Pero lo que me encontré allí era a la vez surrealista y alarmante – incluidos razonamientos científicos para la aprobación formal de nuevos trastornos mentales que, en ocasiones, hacían referencia únicamente a un paciente con el comportamiento en cuestión. Por desgracia, por increíble que parezca, tenemos que fiarnos de la palabra de los psiquiatras incluso para eso.
He presenciado altercados académicos que avergonzarían a un niño de cinco años, con respecto a quién iba a lograr introducir su investigación y sus resultados finales en uno de los manuales diagnósticos más influyentes del mundo. He visto correspondencia donde psiquiatras punteros escribían diagnosticando a sus críticos y rivales los mismos trastornos que ellos mismos pretendían hacer oficiales. He seguido discusiones, también, a la inclusión de nuevos trastornos que no sólo citaban a Alicia en el país de las maravillas, de Carroll, sino que también le hacían sentir a uno, como a Alicia, que estaba cayendo por una madriguera de conejo intelectual o bien tomando té con un sombrerero loco.
Al mando del grupo de trabajo del DSM-III, Robert Spitzer despachó los criterios para dos nuevos trastornos en cuestión de un par de minutos. Sorprendidos, incluso sus colegas no podían dar crédito a semejante velocidad. Uno de los participantes contaría después en la revista New Yorker (enero 2003): “Había muy poca investigación sistemática [en lo que hacíamos] y muchas de las investigaciones existentes era más bien un batiburrillo –dispersa, inconsciente y ambigua. Pienso que la mayoría de nosotros admitía que la cantidad de ciencia, buena y sólida, sobre la que basábamos nuestras decisiones era bastante escasa”.
Los aspectos más surrealistas de la novela de Carroll, siguen siendo, claro está, ficción. Por desgracia, no se puede decir lo mismo del trastorno de personalidad esquiva, convertido en trastorno después de una discusión centrada en si las personas diagnosticadas preferían ir en su propio coche o en trasporte público al trabajo (por supuesto, esto era en Nueva York, una de las pocas ciudades del país con una red ferroviaria de entidad). Tampoco es ficción que el gigante farmacéutico angloamericano GlaxoSmithKline gastara más de 92 millones de dólares en el año 2000 en  una campaña para promover los diagnósticos del trastorno de ansiedad social. La denominaron: “Imagina ser alérgico a las otras personas”.
En momentos así, se nos podría perdonar si pensáramos encontrarnos en el universo de la película Blade Runner, o tal vez en mitad de Un mundo féliz, de Huxley, donde el soma es tan omnipresente que se toma al menor síntoma de angustia. Pero se trata de nuestro mundo y de nuestra sociedad de 2010. Y el verdadero y deprimente resultado de semejantes distorsiones, como descubrió en enero de 2008 la New England Journal of Medicine, fue que todos los dieciocho años de historia de los antidepresivos ISRS habían sido manipulados por informes falsos y por la comprobada desinformación de los datos negativos. Ensayos clínicos enterrados en archivadores, destinados a no salir jamás a la luz simplemente porque sus resultados no le convenían a la casa farmacéutica en cuestión, que a su vez pagaba para que se evaluara su propio producto. Sobre la base de este pasado reciente y respaldados por una ciencia tan cuestionable, hemos estado medicando a millones de personas por todo el mundo.
En la actualidad, existe un debate académico serio en los EEUU y en otros lugares acerca de si  la apatía (uno de los efectos de los antidepresivos ISRS, por cierto) habría de ser incluida como trastorno mental en el DSM-V. Los expertos continúan sopesando cuánto tiempo podemos (o deberíamos) trabajar y jugar online antes de padecer el trastorno de adicción a Internet. En este mismo año, la discusión “médica” sobre el trastorno hipersexual se ha centrado intensamente en la vida conyugal de diversos famosos, al tiempo que los expertos debatían, muy en serio, qué cantidad de sexo es suficiente o excesiva antes de ser disfuncional. Uno no puede evitar preguntarse lo que pensaría Foucault de estas tendencias, si estuviera vivo y pudiera escribirlas.
Lo que mi libro ha conseguido, de un modo que los lectores del los DSM no pudieron hacer, fue juntar las piezas de cuántos de los 112 trastornos llegaron a existir en primer lugar. Como he dicho, tuve acceso y he podido citar libremente toda la correspondencia, documentos y votos que circularon entre bastidores. En los tiempos en los que no existía el correo electrónico y en los que la información crítica no podía eliminarse con pulsar una tecla, estos documentos escritos permitieron a la Asociación Psiquiátrica Norteamericana patologizar comportamientos rutinarios como el miedo a hablar en público – comportamiento para los que se han prescrito y se siguen prescribiendo antidepresivos a millones de personas en todo el mundo.
Gracias por reconocer la importancia de este asunto, así como la necesidad de una mayor conciencia pública de sus efectos en la vida real sobre nuestros hijos, nuestros estudiantes, nuestros vecinos y nuestras comunidades.
Profunda y sinceramente agradecido, 
Christopher Lane
Chicago, 23 de septiembre de 2010. 




Hasta aquí, las palabras de Christopher Lane. La verdad es que, tras un texto como éste y lo que implica, nos quedamos sin mucho más que añadir. Únicamente: feliz navidad y próspero 2013 (porque el 2012 nos da que ya no tiene arreglo).

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